No es necesario tomar a un empresario por sorpresa para provocar
su reflexión cuando le preguntamos qué significan para él las dos primeras
palabras de este título. Ni es suficiente con una lectura liviana de las
definiciones que proporciona la norma ISO 9000 para comprender ese significado
en todo su alcance. La cosa va más allá porque, desde su inofensiva apariencia,
ambos vocablos tienen mucho para decirnos acerca de la excelencia. Y también
del tiempo.
Eficacia es el grado
en que se realizan las actividades planificadas y se alcanzan los resultados
planificados. Eficiencia, la relación entre el resultado
alcanzado y los recursos utilizados. Tales son las respectivas
explicaciones de aquella norma, en su versión 2005, cuya interpretación puede
ser desgranada en los múltiples aspectos que resumo en las siguientes líneas.
Para comenzar, la
eficacia asume una necesaria contrastación de la realidad con lo planificado,
esto es, da por sentado que nos hemos trazado previamente un plan. Hablar de
eficacia cuando todo está sujeto a la improvisación no es un error, sino una
desafortunada incongruencia en la que incurren muchas organizaciones que
conocemos. Porque, además, la eficacia se define por grados, es decir, puede
ocurrir en un continuo que abarca desde el cero absoluto (nada logramos) hasta
la totalidad (alcanzamos una eficacia del 100%).
Por tanto, no basta
con planificar sino que esto debe ser hecho de tal manera que sea
posible evaluar cuantitativamente el avance conseguido con respecto al
resultado final que deseamos lograr. Lo cual equivale a decir que todo
lo que hacemos debe ser registrado en términos de la misma naturaleza, que
permitan ubicar el nivel de concreción en un punto preciso de aquella escala.
Planificar, establecer criterios y unidades, registrar, medir.
Una vez logrado
esto, le llega el turno a la eficiencia. ¿Cuánto hemos invertido para lograr
esos resultados? Una de las condiciones vitales para la supervivencia
de cualquier emprendimiento —con o sin afán de lucro— es realizar una utilidad
material que le permita continuar desarrollando sus fines a lo largo del tiempo.
La consigna es obtener una diferencia positiva entre lo logrado y lo gastado,
que podrá ampliarse en tanto seamos capaces de acotar lo último y de expandir
lo primero.
Estas
consideraciones agregan un par de pinceladas al paisaje previo. Por una parte,
el registro de lo actuado deberá incluir, además de esto, cuánto costó y cuándo
se hizo, porque estos datos nos permitirán continuar con la evaluación de su
eficiencia. Por la otra, como claramente lo expresa la definición de la norma,
esa eficiencia involucra una relación entre lo efectivamente realizado y lo
efectivamente gastado. Por tanto, es erróneo hablar de “máxima eficiencia”.
Podríamos, en su lugar, referirnos a una relación óptima entre costos y
resultados o, para simplificar, de óptima eficiencia.
Tengamos también en
cuenta que esta relación solo puede definirse en función de un lugar geográfico
y de un momento histórico, ya que sobre ella inciden la tecnología, los métodos
de trabajo, las competencias de las personas y muchos otros factores que, como
bien sabemos, fluctúan día tras día y de país en país. En este sentido, es
posible trabajar para mejorar esa relación y en consecuencia la productividad
del sistema.
Cuando
logramos un resultado con menos recursos, somos más eficientes —es decir, se incrementa la distancia relativa entre
el valor producido y lo que nos ha costado obtenerlo. Y estos recursos pueden
consistir en tierras, vehículos, maquinarias, instalaciones… o tiempo, aunque
en el imaginario popular este último es el que se percibe más inmediatamente
asociado a la noción de eficiencia. No es extraño que esto suceda, porque
parece existir una percepción intuitiva acerca de la importancia de este
recurso, cuyas características únicas lo alejan de cualquier otro que pudiéramos
tener en cuenta.
A partir de este
razonamiento podríamos concluir que es necesario asegurar eficacia
antes de comenzar a gestionar la minimización de los recursos invertidos.
A sustentar esta teoría contribuye el hecho de que, indudablemente, cualquier
cosa que se invierta en algo que no debía hacerse es un despilfarro total y
constituye una ineficiencia infinita: sirvió para lograr… cero. Solo un
producto requerido, en cualquier grado que se obtenga, puede tomarse en cuenta
para evaluar la eficiencia del proceso responsable.
Sin embargo, la
planificación incluye una programación —es decir, el acoplamiento de lo
planificado con un cronograma que forma parte de los criterios de medición de
la eficacia, pero que también integra los de evaluación de la eficiencia. Ambos
parámetros comparten ese elemento en forma indisoluble y sufren directamente
las consecuencias de nuestra (in)competencia para gestionarlo. Con ningún otro
recurso ocurre esto.
Quien desperdicia el
tiempo es ineficiente y también ineficaz. Utilizar más que el previsto para
hacer algo resulta en una menor eficacia (porque en el tiempo planificado se
logró menos de lo esperado) y también en una inferior eficiencia (porque la
producción consumió una cantidad mayor de ese recurso).
Hacer cosas
no planificadas reduce la cantidad disponible para realizar lo que sí
planificamos —en caso de haberlo
hecho. Y si no, la improvisación multiplica el tiempo necesario para hacer
cualquier cosa, quitándolo también del que se nos obsequia en idénticas dosis,
día tras día y en forma incondicional. Es el único recurso totalmente gratuito
y absolutamente perecedero del cual disfrutamos. ¿Por qué lo valoramos tan
poco?.
El tiempo no se
recupera, no es posible almacenarlo ni se puede pedir prestado. No existe
replay del tiempo. Solo puede administrarse en forma responsable y
disciplinada, con una actitud madura a partir de la cual podamos, por fin,
aspirar a gestionar la eficacia y la eficiencia de nuestras
organizaciones con algún éxito.
Fuente: Plan Emprendedor.
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